viernes, 27 de noviembre de 2015

Fernán Silva Valdez


El Indio.



Venía 


no se sabe de dónde. 

Usaba vincha como el benteveo, 

y penacho como el cardenal. 

Si no sabía de patrias sabía de querencias. 

Lo encontró el español establecido: 

pescador en los ríos, cazador en los bosques, 

bravío en todas partes y cerrándole el paso 

con arreos de guerra, vivo o muerto; 

siempre como un estorbo, siempre como una cuña 

entre él y el horizonte.


Modelado en barro de rebeldías, 

pasa como una sombra, desnudo y ágil, 

por los senderos ásperos de la Leyenda. 

Esbelto, musculoso, retobado en hastío, 

entre el cobre y el rojo estaba su color; 

una señal de guerra le hacía punta a su instinto 

y entonces, por sus venas 

en vez de correr sangre, corría sol.


Estético instintivo 

se ponía en el rostro los más vivos colores, 

y en la cabeza plumas, como las aves bellas; 

si el exceso de adornos no lo hacía más indio 

cuanto más se adornaba se sentía más hombre.


Señor de la comarca, 

por un pleito de caza con la tribu vecina 

blandía su coraje afilado en el viento; 

como los troncos de la flora indígena 

era dulce por fuera y era duro por dentro; 

su única dulzura temblaba en su lenguaje, 

como en las ramas de la flora india 

tiemblan las pitangas.


Vadeaba los arroyos en canoas; 

entraba a las querencias de las fieras 

o ambulaba durante varias lunas 

en una aspiración horizontal 

-curtido de intemperie, 

rojo de sol o húmedo de tormentas- 

en los días rayados de chicharras 

o en las noches tubianas de relámpagos.


La conquista española enderezó sus rumbos: 

y las tribus que erraban por rutas diferentes 

se ataron en un haz, alrededor de un jefe, 

para rodar a un tiempo como las boleadoras. 

No sabía reír ni sabía llorar; 

bramaba en la pelea como los pumas 

y moría sin ruido, cuando mucho 

con un temblor de plumas, como mueren los pájaros.


No hay comentarios:

Publicar un comentario